El otro día estaba preparándome el desayuno y se me resbaló un bote de mermelada. Estaba entero y era de cristal, y en el trayecto que había desde el estante superior de la nevera hasta el suelo le metí de empeine frontal. Golpeo limpio, mecanismo innato. Bote de mermelada estrellado contra la pared y sus consiguientes daños colaterales. El blanco impoluto de la pared de la cocina pasó a ser blanco rosado con grumos de fresa, y mi pie le dio un baño de realidad a mi subconsciente, completamente seguro de que estaba protegido por mis Copa Mundial, cuando a hacerse unas tostadas va uno en zapatillas. No pasa nada, a cojear unos días y a pensar que enfrente de la nevera le había dado una mano de pintura decorativa, que es parecido a tirar botes de mermelada por toda la casa. Con el pie en proceso de hinchazón y mojando las tostadas en el café, empecé a recordar la de estupideces que he hecho por culpa del fútbol.
La primera que recordé, y no pude evitar reírme, fue cuando mis padres se tiraron dos horas buscándome por la calle. Tendría yo 8 o 9 años, y jugaba en el equipo del barrio. Yo para ir a entrenar tenía que rodear la valla de un colegio, que estaba justo entre mi casa y el campo en el que entrenaba. No hablemos de medidas, pero rodear toda la valla era un paseo importante. Sí hablaremos de superstición, porque, qué se pasaría por mi cabeza, que me convencí a mi mismo de que si después de entrenar rodeaba aquella valla diez veces, el fin de semana metería dos goles. Era un pacto con el destino y yo estaba, por supuesto, completamente convencido de que si yo cumplía, él cumpliría, así que, por supuesto, salí de entrenar y comencé la aventura. Del campo de fútbol a mi casa habría como 15 minutos, así que cuando pasó hora y media y por casa no aparecía, salieron a buscarme. Recuerdo perfectamente ir corriendo pegado a la valla y encontrarme a mi madre de frente. "¿Pero qué haces, te quieren pegar?" me preguntó. "No mamá, que para meter dos goles me quedan dos vueltas". ¡Pim! Collejón y para casa. Al final el destino supo que yo no tuve culpa de no cumplir, que no me dejaron, y metí esos dos goles.
El fútbol nos vuelve completamente locos. Yo, jugando al fútbol, me he roto la tibia y la cabeza. De verdad, me he hecho una fractura de cráneo porque un chaval negro muy grande que me sacaba tres cabezas me dio un rodillazo en la frente. Fue sin querer, eso sí. Qué le vamos a hacer. Seguí jugando.
Locos, en serio. Un día me dijo mi madre que no hiciese planes el sábado por la tarde, que eran las bodas de plata de mis tíos. La dije que qué plata, que jugaba Shevchenko, Balón de Oro.
Estuve en Londres hace un par de años y en los cuatro primeros días fui a ver algún partido que otro. Craven Cottage, Stamford Bridge, Emirates Stadium, y me pasé por Wembley. El último día me dijeron que si nos subíamos al London Eye y les dije que dónde quedaba Upton Park. Hora de metro para acá, hora de metro para allá, y me volví con mi camiseta de James Tomkins.
Adoro el fútbol. Por eso hoy es un día muy triste.
A Tito Vilanova le gustaba el fútbol muchísimo más que a mi. Por eso, aunque no pudo asentarse como jugador en el club que quería, se fue haciendo hueco. Por eso lo peleó siempre para dedicarse a lo que más le gustaba. Por eso uno de los mejores entrenadores de la historia le quiso a su lado para diseñar uno de los mejores equipos de siempre. Por eso, cuando entrenó al club que quería, ganó la liga haciendo 100 puntos. Por eso es tan injusto que la vida le arrebatase ese banquillo en el que sonreía.
Lo siento muchísimo por los que le querían, a los que ahora mismo no les importará nada el fútbol. Al menos, que sepan, que gracias a tipos como él, habrá otros que le pegarán patadas a botes de mermelada, correrán sin sentido alrededor de una valla, pondrán la cabeza en rodillas rivales, dejarán a sus tíos plantados, y pasarán del monumento más histórico mientras puedan mirar dos porterías en un parque.
DEP.
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